Segons la història relata, i la veritat pot ser,
una senyora molt guapa li aparegué a un llenyater.
Li ensenyà un collar de plata, amb diamants i robins:
“¿què és el que vols, la joia, o t’estimes més a mi?”
Li contestà que la joia: “sempre seràs desgraciat,
en aquella penya tan alta tinc un palau encantat.
Mai seràs ditxós, si m’hagueres volgut a mi
la fortuna que hi ha allí haguera segut dels dos”
Damunt d’una aura boreal, a l’amanéixer l’aurora,
desapareix la senyora i el pobre es queda igual.
Si la dita els agrada, no la tinguen per falòria,
que és la veritable història del barranc de l’Encantada.
Miquelet d’Elena (Planes de la Baronia)
Apenas he comenzado a leer la documentación que ha caído en mis manos y ya ardo en deseos por calzarme las botas y patear los lugares donde sucedieron los hechos: por pisar el castillo de Perputxent, el de Planes o el de Alcalà; por subir a la cresta de Benicadell; por perderme en el barranc de l’Encantà, en sus cuevas, en sus riscos, como un pastor andalusí del siglo XIII… Casualmente, de lo poco que tengo claro hasta la fecha es el periodo en que situaré la acción: 1245-1258, años de pactos rotos, de castillos tomados y librados por la fuerza, de escaramuzas entre las mesnadas del rey Jaime I y los peones del visir al-Azraq que acabarían con el destierro del Moro. Los hechos acontecidos durante aquellos años nos han llegado de modo indirecto y sesgado la mayoría de las veces; sin embargo, esa misma escasez, parcialidad y sesgo en la documentación que tanto dificulta la reconstrucción de los sucesos por parte de los historiadores es la que favorece y permite que los hechos puedan novelarse, pues, aunque la novela debe construirse sobre evidencias históricas, son precisamente estos resquicios abiertos en la Historia los que alimentan la ficción.
Poco se sabe de la mujer que los moros dejaron encantada, salvo lo que nos ha llegado por tradición oral. Con todo, la leyenda tendría un origen y una razón, y aunque es probable que naciera con la expulsión de los moriscos de estos lugares -extremo que tendré que confirmar-, la libre dislocación de la Historia me permitirá situarla tres siglos antes, en las revueltas previas a la anexión de estos territorios a la Corona de Aragón, cuando al-Azraq dejó sus dominios camino del destierro.
Aunque la leyenda ofrece pocos datos acerca de la figura de la Encantada, sí sugiere que fuese de estirpe noble y mora. Nada se dice del motivo de su encantamiento; ni siquiera ofrece un nombre, ni un rostro, ni una historia. De momento, porque el otro día estuve frente a su epitafio y supe de ella… El mármol de su estela funeraria, fechado en el año 468 de la Hégira, cincelaba una inscripción árabe en caracteres cúficos que rezaba:
En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso.
“Oh mortales: ciertamente, la unicidad de Dios es verdad.
No os seduzca la vida de este mundo ni os aleje de Dios lo que es ilusorio”.
Este es el sepulcro de Amira, hija de Muhammad ibn Mubriz.
Falleció de día, el lunes catorce de al-Muharram del año cuatrocientos sesenta y ocho.
Se apiade de ella Dios.
Confesaba que no hay más Dios que Dios, Él sólo, que no tiene asociado,
y que Mahoma es su Siervo y Enviado.
Lo envió “con la Guía y con la religión de la Verdad,
para manifestarla sobre todas las religiones, a despecho de los politeístas”
Y que el Paraíso es verdad y el Infierno es verdad,
y “que la Hora del Juicio Final vendrá, no hay duda en ello,
y que Dios resucitará a quien esté en los sepulcros”
Bajo esta confesión vivió y bajo ella falleció y bajo ella resucitará viva.
Así encontré a Amira. Su estela funeraria se exponía en el toledano museo de Santa Cruz, y allí, plantado frente a su epitafio, me contó que su cuerpo fue exhumado de su sepulcro y que, desde entonces, vagaba como alma en pena, condenada, privada del Juicio Final. Y fue así como comprendí que nuestro encuentro no había sido casual y que la Encantada de mi leyenda, en realidad, compartía su mismo nombre.