“(…) Van cayendo las aguas al barranco que la ignorancia y credulidad llamó de la Encantada por la piedra circular de unos cinco pies de diámetro, que en forma de ventana cerrada se ve en la garganta del barranco á 20 pies sobre el nivel ordinario de las aguas. En esta fingió el vulgo la boca de cierta mina, donde los Moros escondieron sus tesoros, y dexáron encantada una doncella, que cada cien años sale para volver á entrar en el mismo dia. Fábulas indignas de hombres juiciosos, perpetuadas solamente por la superstición é ignorancia. Quanto ofrece aquel barranco es natural y efecto de las aguas, que abriéron un callejon profundo, y dexáron por ambos lados cortes casi perpendiculares de mas de 50 varas. (Observaciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, Población y Frutos del Reyno de Valencia. Antonio Josef Cavanilles, 1797, libro Quarto) |
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La primera vez que visité el estrecho de l’Encantà nada sabía del encantamiento que la leyenda le atribuye. Recuerdo que era el verano de 1996 y que accedí desde el valle de Perputxent, después de cuatro interminables horas remontando el seco lecho del barranco: desde entonces no he dejado de visitarlo.
El pasado lunes 9 de enero regresé a la morada de Amira pertrechado con todo lo necesario para acometer una sesión fotográfica nocturna. El acceso al lugar resulta tan enmarañado y complicado que después de anochecer resulta una temeridad intentar salir de allí; por este motivo, y porque la previsión meteorológica anunciaba heladas, llevé todo lo necesario para hacer menos penosa mi estancia. Aquella sería la tercera vez que pernoctaba en el lugar, la primera que lo haría en invierno. En anteriores ocasiones había dormido al raso, junto al estanque, pero esta vez monté el campamento en el único lugar donde podía: sobre una isla de grava que se había formado tras la última barrancada. Coloqué dos troncos de pino con la finalidad de poder acceder hasta ella, y una vez que todo estuvo en orden no pude reprimir la necesidad de fotografiar mi efímera morada con vistas al estanque de las ninfas: todo un privilegio.
El motivo de mi regreso era mejorar unas fotografías nocturnas que había realizado durante el verano, pues éstas habían quedado con un poco de ruido lumínico a causa de la elevada temperatura ambiente. Pensaba que si las realizaba durante el invierno podría mejorar este aspecto –como así fue–, pero lo que realmente buscaba eran otras cosas.
En invierno, la Luna se eleva más sobre el horizonte y las aguas del estrecho presentan una transparencia a la que ya no estamos acostumbrados. La conjunción de esas dos circunstancias me proporcionaría otra sustancial mejora que quería incorporar a mis fotografías: si la luz de la Luna incidía perpendicular sobre la superficie del agua, la transparencia de ésta me mostraría los dominios de las ninfas. Para conseguir las condiciones de luz óptimas tenía que esperar a que el plenilunio apareciese entre los dos farallones rocosos que conforman el estrecho y eso sucedería cuando la Luna adoptase una posición cenital: entre las 00:30 h y las 03:00h de aquella noche.
Tocaba esperar un buen rato, de modo que cuando oscureció posicioné el equipo y, aprovechando que la Luna todavía estaba baja, tomé una serie de 60 fotografías de 60 segundos (f5.6 e ISO 1250) con una orientación SSE. Las ventajas de realizar una serie eran varias: por una parte obtendría dos fotos completamente distintas de un mismo encuadre (una fotografía de larga exposición y otra de corta), y podía experimentar sobre algo que había leído unos días antes: el ISO nominal de las cámaras Canon es el 160 y, por tanto, la mejor relación señal/ruido se obtenía con este ISO y sus múltiplos 2n; por otra, obtenía un patrón de ruido mediante la toma de 21 tomas oscuras de 60 sg e ISO 1250 que posteriormente haría servir para reducir el ruido de las tomas de la serie y de cuantas fotos tomara aquella noche bajo los mismos parámetros de exposición y sensibilidad (siempre que la temperatura ambiente no fluctuase mucho).
Al poco de anochecer, la temperatura cayó en picado. Seguramente, la mínima que se alcanzó aquella noche rondó los 0ºC puesto que la tienda de campaña amaneció completamente escarchada. Las bajas temperaturas nocturnas vienen bien para que el sensor no se sobrecaliente y las fotos tengan un menor ruido; sin embargo, las baterías duran mucho menos y he leído que en estos casos resulta muy conveniente llevar las de repuesto encima, bien pegadas a nuestro cuerpo. La escasa duración de las baterías fue la que dio al traste con una serie time-lapse de unas 2 horas sobre la evolución de las luces y las sombras en las paredes del estrecho que quería realizar con un segundo cuerpo de cámara que había traído conmigo. Una verdadera lástima porque a buen seguro que habría sido una secuencia memorable por la que valdrá la pena regresar.
Después de tomar la serie startrails, me adentré en la oscuridad del callejón de agua a bordo de una embarcación hinchable. La idea era colocar unos cirios al final del estrecho con la finalidad de fijar un punto de atención, crear un contraste cromático y ambientar la escena. Dejé que la brisa me acompañara, y así, al amparo de los elementos, el aura de la noche me tomó de la mano y me llevó ante la Encantada. Le presenté mis más profundos respetos y ella me habló el idioma de las piedras. Sí, la cascada cantaba sus aguas en el congosto y quise creer que Amira me hablaba a través de ellas. Su piel estaba fría, tanto que al dejar de acariciarla mi mano ardía. Miré hacia arriba: el cielo clareaba entre los peñascos y el fulgor de las estrellas desvanecía. Prendí los cirios y contemplé su belleza a la enigmática luz de las velas. Amira se dejaba acariciar… Antes de marchar le prometí que le escribiría un sentido soneto, y que volvería junto a ella, pronto, por recitárselo de viva voz. Entonces metí mis manos en el agua y remé, y al remar sentí su frío y escuché su voz, y al sentirla y escucharla supe que me esperaría.
La luz de la Luna incidió sobre la pared de la derecha a eso de la medianoche y lentamente deslizó hacia el estanque a expensas de las sombras. El ángulo de incidencia lumínica era tan pequeño que las texturas de la roca afloraron fruto del contraste. Sí, la rugosidad de la piedra se fraguaba a golpe de Luna y aquella piel rocosa que nacía de las sombras se estremecía cada vez que mis ojos la recorrían. Recuerdo que la pared de mi derecha estaba completamente iluminada cuando el plenilunio irrumpió en el estrecho. No, nunca olvidaré el momento en que sus haces de luz rompieron el cristal del acuático espejo y penetraron en la guarida de las náyades. Después fue como un sueño del que no se quiere despertar y hasta el murmullo de la cascada parecía que cantaba. Ciertamente, el momento bien merece un time-lapse que lo inmortalice y revivirlo con la música adecuada sonando en el oído.
Alguna de las fotografías que tomé aquella noche ilustrará un reportaje sobre los paisajes del barranco de la Encantada y su leyenda que aparecerá en la edición de abril de una prestigiosa revista de fotografía de naturaleza.
Quería ambientar la leyenda en el lugar exacto donde transcurre, y tomar unas fotos al natural, con la luz de la Luna llena. El propósito inicial se ha cumplido, pero las fotos tienen un margen de mejora y lo quiero apurar. En primer lugar, la iluminación alegórica ha de tener más presencia, como en la foto que realicé en verano. En segundo lugar, la falta de una modelo que encarne el personaje de Amira puede suplirse con éxito sugiriendo más allá de la propia iluminación alegórica, esto es, reforzando la presencia de la Encantada. ¿Qué tal un primerísimo plano con un candil islámico de piquera prendido junto al estanque? ¿Qué tal acompañarlo con un espejo, un peine y unas ropas dejadas sobre la roca? ¿Qué tal un formato vertical profundo, con los abalorios de Amira en el primer plano, su presencia alegórica al fondo del callejón de roca y el plenilunio encerrado entre los peñascos? Ahí creo que podría estar la foto…
Francamente, disfruté cada instante de aquella sesión fotográfica a la luz del plenilunio, sin embargo, las fotografías que me traje no son más que el mero recuerdo de unas sensaciones que necesitaba encontrar y que fueron el verdadero motivo de mi escapada. El escritor, en su necesidad por experimentar sensaciones, debe hacer un esfuerzo por creer aquello que tiene delante. La sugestión ayuda al principio porque, al final, quien necesita escudriñar en la memoria de los tiempos termina por aprender la manera de entablar conversación con aquello que creía inanimado, y entonces descubre el idioma de las piedras y paladea el canto de las aguas, y es esa perfecta comunión con los elementos quien le muestra aquello que su incredulidad le impedía ver. Siempre hay algo más allá, otra vuelta, pero hay que buscarla.
La fotografía puede ser el complemento ideal de la escritura, la herramienta que afina la sensibilidad del autor, el motor que lo empuja; y al revés, la escritura puede ser el acompañante perfecto de la fotografía, el título que sugiere, la frase que contextualiza, el texto que introduce. Conozco excelentes fotógrafos que arruinan sus obras bajo títulos tan obvios como nefastos, que son incapaces de hilvanar media frase con la que introducir una buena imagen: una pena porque aunque la foto sobreviva por sí misma a menudo forma parte de un reportaje y no puede ser ajena a la narración que la contextualiza. La foto se asemeja a un poema que se ha de rimar y que antes de expresarse conviene interiorizarse. La escritura es emoción, y si el autor no se emociona difícilmente lo hará el lector: la emoción es la madre.
Aquella noche en el estrecho de l’Encantà experimenté un cúmulo de emociones. Sentí en mi mano la fría piel de Amira, su soledad y la mía, mi temor por acariciarla; escuché la pétrea voz que habla, y el canto de las náyades junto a la fuente, y hasta la Luna retiró el velo de cristal que cubría su guarida. Sentí el frío en la roca fría, en el agua fría, la fría brisa que acaricia y despelleja. Y hablé con Amira, y ella me escuchó, y desde entonces que la ansío, y sé que ella me espera. Ahora que me ha aceptado, que ha accedido a hablarme, le llevaré noticias de su wazir y le pediré que me cuente su historia: esa es, en realidad, la razón que me mueve.
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