06/01/2014 – Aquelarre en las peñas

LA ENCANTADA Y EL VALLE Así tituló Rafael Roca un artículo periodístico que hablaba sobre el mito de la Encantada y que el tío Paco de Fantaquí, que en paz descanse, refiere en su poema La Encantada y el valle. La verdad es que el título es sugerente, tanto que esta noche he soñado un conjuro en los riscos de la Encantada. Sí, vuelvo a soñar, y eso es una excelente noticia.

Antes de ponerme a escribir este post, he buscado por Internet alguna información acerca del tema de los aquelarres, conjuros, encantamientos y demás cuestiones análogas. Como era de esperar, no he encontrado gran cosa y sí mucha basura. El motivo de escribir este post era el de encontrar un buen arranque para la novela, un inicio con fuerza, con intriga, que genere expectativa, y éste lo he encontrado esta noche, soñando. No necesito que Amira fuese una bruja, una hechicera, me vale con que los demás la tuvieran por ello. La bella Amira enloqueció de amor y la locura puede arrastrarnos a las situaciones más insospechadas, hacer aflorar el más primitivo de nuestros instintos: el odio. De eso sabe bien Pascual Duarte: «La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan; lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa, regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados. Al correr de los días y las noches nos vamos volviendo huraños, solitarios; en nuestra cabeza se cuecen las ideas, las ideas que han de ocasionar el que nos corten la cabeza donde se cocieron, quién sabe si para que no siga trabajando tan atrozmente. Pasamos a lo mejor hasta semanas enteras sin variar; los que nos rodean se acostumbraron ya a nuestra adustez y ya ni extrañan siquiera nuestro extraño ser. Pero un día el mal crece, como los árboles, y engorda, y ya no saludamos a la gente; y vuelven a sentirnos como raros y como enamorados. Vamos enflaqueciendo, enflaqueciendo, y nuestra barba hirsuta es cada vez más lacia. Empezamos a sentir el odio que nos mata; ya no aguantamos el mirar; nos duele la conciencia, pero, ¡no importa!, ¡más vale que duela! Nos escuecen los ojos, que se llenan de un agua venenosa cuando miramos fuerte. El enemigo nota nuestro anhelo, pero está confiado; el instinto no miente. La desgracia es alegre, acogedora, y el más tierno sentir gozamos en hacerlo arrastrar sobre la plaza inmensa de vidrios que va siendo ya nuestra alma. Cuando huimos como las corzas, cuando el oído sobresalta nuestros sueños, estamos ya minados por el mal; ya no hay solución, ya no hay arreglo posible. Empezamos a caer, vertiginosamente ya, para no volvernos a levantar en vida. Quizás para levantarnos un poco a última hora, antes de caer de cabeza hasta el infierno… Mala cosa.»

El otro día apuntaba la posibilidad de que la bella Amira quedara preñada en su último encuentro carnal con el visir al-Azraq. Eso añadiría una carga dramática a la situación y ofrecería una oportunidad para la venganza. Sí, el primer episodio de la novela debe impactar por su crudeza, causar repulsa, conmocionar. Todo el odio acumulado en la intrahistoria debe estallar en esa primera escena ante los incrédulos ojos del lector. Sí, la locura puede arrastrarnos a las situaciones más insospechadas, hacer aflorar nuestros más bajos fondos, y hasta ahí tendré que descender si es necesario. El inicio del episodio lo contaré de manera sugerente, descriptiva, para crear un ambiente tétrico, de misterio; después, de manera enigmática, suspensiva, para crear tensión; y al final, todo se resolverá de un modo repulsivo, agresivo, inverosímil, para aplastar la indiferencia y crear intriga. Esto es lo que he pensado; lo vomito como un flujo de conciencia sobre el que más tarde tendré que regresar, a bocajarro, sin corregir:

El plenilunio apuntaba entre los riscos y al poco de levantarse sobre las peñas arrojó sus sombras contra las paredes del barranco. Ni rastro de nubes en el cielo y, sobre las rocas, el reluciente espejo de la escarcha las envenenaba. Junto al arroyo, el molino de Ahmad expelía el tenue humo de los rescoldos. Hacía frío. Su traza perdía la vertical conforme salía por la chimenea, remansándose cual niebla que penetra en el congosto. Las sombras avanzan rápidas y se esconden en las cuevas. El barranco semeja una postal bajo la luz de la luna. El cárabo reclama en su paradero y, junto al molino, la cálida luz de un candil escapa entre las rendijas de la puerta. Una mujer duerme en su interior. Se revuelve bajo una maraña de mantas. Solloza en sueños. Una noche más, antes de meterse en el catre, estuvo llorando. Su larga cabellera asoma entre las mantas y se agita. Su cuerpo se convulsiona y, antes de despertar, sus labios dejan escapar un grito. Sabe que ha llegado el momento. El viento ha amainado y en el silencio de la noche sólo el cárabo se escucha. El cárabo llora: quizá también él tiene miedo. La mujer observa las extrañas sombras entre las vigas. La llama salta en la piquera del candil y pronto se quedará sin aceite. La mujer alarga el brazo y lo toma por el asa. Lo levanta en el aire y lo lleva hasta su cara. Es una mujer joven, bella, pero sus ojos despiden miedo. Su cuerpo vuelve a convulsionarse y una mueca de dolor surca su rostro. La mala hora ha llegado. Aparta las mantas sobre su cuerpo y salta del camastro. Está preñada. Busca algo sobre la mesa y alcanza un cuchillo. Lo mete en el interior de una talega y abre el portón del molino. La noche quedó despejada y la luna está alta. Vuelve sobre sus pasos y al punto regresa con dos mantas. Antes de salir las coloca sobre su cuerpo. El cárabo llora en su paradero; la noche es clara, pero su claridad cala los huesos. La joven avanza sobre el camino, despacio. Cada tanto apoya las manos contra un árbol y entonces sus dientes rechinan. El sonido de la cascada rumorea a lo lejos. La mujer camina hacia allí. El aullido del lobo se escucha en el monte, pero ella ni lo escucha. Nota que un líquido caliente le recorre la entrepierna. A roto aguas. Anda con pasos cansinos, llorando, y a cada paso la cascada se escucha más fuerte. El camino serpentea en el interior del barranco y al pasar un quiebro, el agua salta sobre la poza. La joven se detiene. Respira profundo, varias veces, como le enseñó la curandera. Abre la talega y saca un frasco. Lo lleva a la boca y echa un trago. Se acerca a la orilla de la poza. El agua, al saltar, resuena con estrépito. La luna lo ilumina todo. Se arremanga los faldones, los sujeta con los dientes y se acuclilla junto a la poza. Aúlla de dolor. Su respiración se agita. La sangre gotea sobre la blanca grava. Siente que la muerte se la lleva. Se arrodilla. Toma una bocanada de aire y oprime la parte superior de su tripa. Aprieta los dientes. Siente que su carne se desgarra y, entonces, una cabeza asoma de sus entrañas, viscosa. La sujeta entre sus manos. Ora respira, ora aúlla. El llanto de un niño restalla junto a la poza. Su cuerpo desnudo descansa en los brazos de su madre. Ella busca el puñal en el interior de la talega. Su filo reluce a la luz de la luna. La joven duda. Corta el cordón que une sus vínculos. La criatura no para de llorar y la madre lo envuelve con las mantas. Duda si llevarlo a su pecho. La placenta sale de su interior y cae sobre el suelo. La mujer la despedaza con el puñal. Luego toma los trozos viscosos y, uno tras otro, los engulle como una loba. El niño llora desconsoladamente. Ella lo lleva junto a su pecho. El niño mama mientras la madre lame la sangre pegada a su cuerpo, como una loba. La luna se esconde entre las nubes. El niño mama el calostro de la madre, tranquilo. Sus lamidos parecen reconfortarlo. El viento agita las copas de los chopos. El niño duerme en los brazos de la joven, al abrigo de las mantas. La madre alza al hijo sobre su cabeza y llora. «Ninfas de las fuentes, yo os invoco –grita-» El agua salta con estruendo y se arremolina en el interior de la poza. «Náyades de los ríos, salid de las profundidades, yo os conjuro». La luna apareció entre las nubes, alba, redonda. Su luz se refleja sobre el agua. «Este es el fruto de mis entrañas, la hiel que amarga mi existencia. Amira os invoca ante la luna y os lo ofrece en sacrificio». Lanza su hijo a la poza y exclama: «¡Yo maldigo a su padre: que tanta desgracia coseche como ha sembrado!»

Así es como en adelante quiero escribir: de un tirón, sin corregir. No importan los tiempos verbales ni repetir las palabras; sólo la idea subyace, y después de reestructurarla, a buen seguro que todo tendrá mejor pinta: mañana saldremos de dudas.

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