13/05/2013 – Acerca del sentimiento fotográfico

La semana pasada me acerqué a un espectador que llevaba un buen rato observando las imágenes de mi exposición, concretamente una correspondiente al estrecho de l’Encantà, titulada La voz acuática. Me ofrecí a aclararle cualquier aspecto técnico o geográfico que pudiera ser de su interés, y el hombre, al conocer que se encontraba frente al autor de la foto, me aclaró que el motivo de su admiración no era la belleza del paraje –que bien lo conocía y ya no le sorprendía–, sino la visión tan particular y onírica que había ofrecido de él. No voy a negar que me halagó su comentario, pero lo que en verdad me gustó fue conocer que, de ser así, voy por el buen camino en lo literario, pues esa visión personal obedece al esfuerzo por interiorizar el paisaje y tratar de fotografiarlo desde el corazón. No en vano descarta uno desenfundar la cámara para escuchar el chapoteo de la lluvia sobre el agua, o se impregna de fantasía al intuir el canto de las náyades en el fluir de la cascada, o renuncia a abrir la mochila por pasar la mañana sentado frente a un paisaje espectacular, cambiante, sin intención de fotografiarlo, sólo de sentirlo, de interiorizarlo, de contemplarlo desde dentro. No, no en vano pasa uno la noche en esos parajes dejados de la mano de Dios si no es por impregnarse de las más sentidas emociones que más tarde, como en un sueño, habrán de pasar al papel, al negro sobre blanco. Está claro: si el autor no se emociona, el lector tampoco.

208 - La voz acuatica

Al hilo de esto del sentimiento fotográfico, contaré una graciosa anécdota que viví recientemente con esta misma foto. No hace mucho, durante la inauguración de l’Espai en Alicante, me presentaron a una simpática y osada fotógrafa con la que tuve el gusto de hablar largamente. Parece que conocía bien este blog porque al saber que hablaba con su autor me dijo: “Tienes una foto que me encanta y que quiero hacerla igual”. Debo reconocer que me sorprendió semejante arrebato de sinceridad, pues tratar de plagiar una fotografía, aunque resulta bastante habitual –yo también sucumbí a la tentación del plagio con El almendro que aullaba a la Polar–, no es algo de lo que uno deba enorgullecerse. Le pregunté de qué foto se trataba, y al describirla supe que se trataba de La voz acuática. Aún a riesgo de parecer engreído, le dije que lo sentía mucho, que hacerla igual (o siquiera parecida) iba a ser del todo imposible porque esa era una foto interior, espiritual, que sólo estaba al alcance de un demente, y que no creía que ella estuviese lo suficientemente loca como para intentarla. No le mentí, aunque tampoco le dije toda la verdad. Me limité a explicarle los entresijos de la toma con la intención de justificar mi afirmación, pero obvié decirle lo esencial: el barranc de l’Encantà es mi casa, mi madre, mi vida, el lugar donde reposarán mis cenizas algún día. Esa es la única razón del onirismo que presenta dicha fotografía: amo el escenario; tanto, que lo he interiorizado en lo más profundo de mi ser. ¡¡¡Cómo no voy a sentir La Montaña, si son los paisajes de mi niñez!!!

Ciertamente, admiro la osadía y sinceridad de mi querida amiga fotógrafa, de modo que si algún día lee estas líneas y continúa firme en su propósito de repetir dicha fotografía, gustosamente la acompañaré a la guarida de las ninfas para que lo intente.

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